Día 8. Gratitud hacia mis maestros 1

Día 8 de 21 días de práctica de gratitud (ir a la bitacora de todos los días)

Este día de práctica os compartimos el artículo de nuestra amiga Saddhakara, maestra de meditación y miembro de la Orden Budista Triratna. 

Yo tenía diez años, esto nos sitúa en 1965 y en algun lugar de España, había por todas partes grandes ideales sobre dios, la patria, la muerte, la hombría, la verdad, la religión, la familia....y después estaba la realidad, es decir la vida del día a día y un abismo entre aquellos grandes pero falaces ideales y la vida-.

Se decía, que si eras de los buenos todo debería estar yendo bien para ti, de modo que en mi familia no debíamos ser de los buenos, y miraba a mi alrededor preguntándome qué tan bien estarían los demás sin tener capacidad para averiguarlo. Todo era oscuro y perverso.

Era una niña sensible e imagino que tenía algo así como una depresión y fue en esas circunstancias que encontre mi primera maestra a la que aun hoy recuerdo y amo.

Como niña estaba llena de energía y saltaba, jugaba, reía. También sufría accesos de llanto repentino: inesperadamente comenzaba a sentir un nudo en el pecho que, poco a poco, subía hasta la garganta. Lo acompañaba una sensación como de haber hecho algo malo o de culpabilidad; sentía dolor y mucha pena por mi madre -era todo muy difícil, la subsistencia era dificilísima- me sentía oprimida, llena de angustia y el llanto brotaba incontenible.

Solía ocultarme cuando lo notaba, escapaba a cualquier parte: la azotea era un buen lugar, también el wáter -he pasado muchas horas en los wáteres-. Cuando era imposible ocultarme fingía que me dolía el oído o que me había caído, así que nadie se enteraba de nada. Sabía disimular muy bien, pero me gané la fama de ser rara y un poco tonta.

Aquel día me sentía mal, como tantos otros, y estaba haciendo un gran esfuerzo para deshacer el nudo. Cuando la crisis de llanto me daba en el colegio era especialmente horrible para mi. La maestra nueva me miraba, lo cual añadió mas tensión temiendo que me riñera o me castigara. Yo redoblé el esfuerzo para no llorar, para que nada se me notara. Ella me miró, miró su lista de nombres, volvió a mirarme y dijo:

“Eres Gutierrez, verdad?”. “¡Oh dios mío!”, pensé. “Si”, dije yo. “¿Qué te pasa, te encuentras mal?”. “No, no señorita, me apresure a decir, estoy bien gracias”. “No me parece”, insistió ella. “Si, estoy bien”. “No, pareces cansada quizás tienes sueño”.

“¡Vaya, castigo seguro!”, pensé. “No, no, no tengo sueño”, dije asustada.

“No pasa nada, todos en algún momento pasamos una mala noche”. “No”, insistí yo a punto de desmoronarme.

Entonces me dijo: “Mira, haz una cosa, pon los brazos sobre el pupitre, recuéstate y duerme un ratito”. ¿Te lo puedes creer? “Duerme un ratito”. No unos golpes en la mano, no una riña. Me dejó reposando sobre el pupitre toda la clase.

A la tarde, después de comer, regresé al colegio. Todo había pasado. Subía las escaleras a todo correr y, al girar el ultimo recodo de la escalera y entrar en el pasillo, tropecé con Ángela: este es, o era, el nombre de aquella maestra preciosa. Pedí disculpas: “Perdón seño”, y me dispuse a seguir mi camino, pero Ángela me tenía sujeta por los brazos. “¿Cómo estás, Gutierrez?”. “Bien, señorita”. “¿Qué te pasaba esta mañana?”. “Nada, que tenía sueño”. “No, dijo ella, ¿por qué no me cuentas lo que te pasaba?” Y yo : “Que tenía sueño” y ella que no y yo que si y ella sonriendo: “No” y sin soltarme.

Me agarraba suave y estaba inclinada sobre mi, claro yo era pequeña y ella muy alta, al menos eso me parecía entonces. Era una mujer joven, creo que con la carrera de maestra recién terminada, y era de un pequeño pueblo de Valencia, Villar del Arzobispo. Morena, con un corte de pelo muy a la moda, media melena y la parte derecha cayendo sobre el rostro de tal modo que solo quedaba visible la otra mitad. A mi me parecía muy especial, agradable, guapa y, francamente creo que lo era. Desde luego su corazón y su mente eran bellos. Sus modales eran suaves pero tenia bastante fuerza, no debió ser nada fácil que en el colegio, el director y también el equipo de profesores, le dejaran ser como era, pero supo tener una influencia renovadora y positiva.

Bien, después de unos instantes interminables, yo con el “no me pasa nada” y ella con el “si, dime que te pasa”, me eché a llorar. Lloré y lloré desconsolada, como solía ocurrirme. Ángela no dijo nada. Poco a poco me sacó del pasillo y terminamos en una clase vacía, ella sentada y yo abrazada a ella, llorando.

“¿Quieres decirme por qué lloras?”. “No lo sé señorita, me pongo mal y lloro”..

No puedo recordar que más cosas le conté, quizás sobre mi opresión en el pecho o algo sobre mis penas. Yo no sabía nada pero me sentía fatal.

Ángela me hizo una propuesta: voy a hablar con los demás maestros. Diremos que estás enferma, que te duele el estómago, así que cuando sientas ganas de llorar pides al profesor con el que estés salir para venir a mi clase y te vienes conmigo. A mi me pareció una idea fantástica. Cuántas horas pasé entre los amorosos brazos de Ángela llorando, no lo sé. Lo que si recuerdo es que en ocasiones le dejaba el hombro empapado de llanto y posiblemente de mocos y ella ni siquiera se limpiaba.

Obviamente habiendo conocido una bodhisattva así, no es extraño que ahora sea budista ¿verdad?-

En los estudios iba mal. A ésto se respondía por parte de los maestros con unos golpes en la mano con una vara de madera, con castigos de repetición y repetición, con ridiculización y cosas así. El sistema de Ángela fué muy distinto y no estoy exagerando: a la mínima ocasión resaltaba lo bien que lo había hecho.  Me ponía notas altas y contínuamente me animaba a hacer cosas, a responder preguntas... Y si había algo que rectificar lo hacía con tal gracia que no pareciera que yo estaba equivocada y, a la vez, se me grababa en la mente. Siempre hablaba bien de los alumnos cada cual, por una u otra cosa, eran para ella estupendos y lo decía. Mi rendimiento comenzó a cambiar, mis notas en general, a subir. Empecé a sentir que podía y estudiaba con algo más de placer, sobre todo, claro, las asignaturas de Ángela.

De alguna manera Ángela era solo una buena chica de pueblo que amaba su trabajo, una joven con una atención consciente despierta, tanto por su esfuerzo personal como por ¿cómo expresarlo? pura gracia. Una maestra valiente que no solamente cuidaba de sus alumnos y sabía muy bien cómo ser maestra, sino que además enfrentaba todo un sistema sin que el sistema mismo lo notara. Su labor conmigo, los otros alumnos, el colegio y cómo se hacían las cosas allí fue silenciosa pero muy efectiva. Ella creaba un ambiente y los demás nos sentíamos mejor, incluso los otros maestro.

No parecía importarle averigua qué me pasaba, es decir los detalles, no se si hubiera sido posible averiguarlo, Ángela supo ver, en realidad fué muy rápida viendo que me pasaba algo, se interesó y se involucró de forma profunda, comprometida y sincera. Utilizó una terapia infalible: amar y valorar. Me ayudo de forma muy hábil a hacer amigas, me estimuló intelectualmente e hizo posible que creyera un poco en mi: aprobé los dos cursos. Después desapareció de mi vida pero no de mi corazón ni de mi mente.

Ángela, ¡qué bien le iba el nombre!, me enseño mi primera clase de metta y de muditta, karuna y upeksa. Es decir: amor sin importar quien eres o que te pasa, capacidad de alegrarte de lo bueno que les pasa a los demás, compasión en el mejor de los sentidos, y paz en el corazón vengan de donde vengan los vientos. Mi primera maestra en el sentido mas amplio de la palabra.